jueves, noviembre 21

No tener nunca miedo de equivocarse

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Por José Rafael Lantigua

Beethoven era sordo. Nietzsche sufría de migrañas persistentes que sólo cesaron a su muerte. Ramón del Valle Inclán era manco. Cervantes tenía inutilizada su mano izquierda. Quevedo tenía los pies hacia dentro como una sirena. García Márquez perdió desde pequeño la visión en su ojo izquierdo, aunque el secreto fue guardado por su mujer, Mercedes Barcha, hasta la muerte del Nobel colombiano, desconociendo el hecho hasta sus propios hijos. Dicen de Sócrates que era extremadamente feo, de facciones tan ordinarias que muchos desviaban sus rostros para no verle de frente. George Steiner, desde su nacimiento, tuvo su brazo derecho pegado al cuerpo, de modo que se hizo zurdo a la brava.

José Rafael Lantigua

Sabemos lo que cada uno hizo con sus vidas y como pudo cada cual superar los defectos físicos y convertirse en referentes excepcionales de la literatura y de la música. Escritores y genios musicales minusválidos que crecieron, empero, con mentes poderosas y que, como afirma Steiner, construyeron una metafísica del esfuerzo, de la voluntad, de la disciplina y, sobre todo, de la felicidad. No en todos, cabe decir. Algunos de los mencionados desarrollaron una enorme capacidad para la creación literaria, pero en lo personal acusaban deficiencias insólitas, prestos siempre para encumbrar vanidades, ensombrecer la genialidad de sus contemporáneos, vivir en la diatriba soez e impertinente, crear el caos por donde quieran que posaban sus asentaderas. Es la historia humana. Es la historia nunca perfecta de la humanidad y sus extravíos. En algunos, fuente de dicha y de saberes. En otros, sombras perennes, complejidad del carácter, elevación del infortunio.

Y es que la vida misma es un capricho del azar. Los “apolos”, como llama George Steiner a los que tienen la dicha de poseer cuerpos magníficos y salud de hierro, no sufrirán nunca la angustia que supone nacer enfermo o mutilado. Como nunca sabremos cuáles factores entran en el juego de la vida para que unos sean favorecidos con la fortuna y otros rumien sus penas por carencias y momentos trágicos. Steiner, una de las mentes más lúcidas de la segunda mitad del siglo XX hasta los primeros veinte años del siglo actual, conoció desde muy joven quién era Hitler y lo que sucedería a Europa si tomaba el poder. Su padre, hombre aficionado a la historia, se lo explicó todo antes de que ocurriera lo que todos conocemos. Francés de nacimiento, pero hijo de padres judíos, Steiner vio de cerca la persecución nazi contra sus congéneres y antes de que los alemanes entraran en París su familia logró huir. Luego se enteraría de la muerte de todos sus compañeros de estudios, aquellos que no pudieron sobrevivir a la masacre. Siempre vivió con ese complejo de culpa. ¿Por qué no huyeron como él y su familia? ¿Cuáles situaciones lo impidieron? Nunca lo supo. Es algo que no se puede comprender. “El azar, el casino de la supervivencia, la lotería insondable del azar”. Sólo en ese concepto encontraba Steiner la razón de lo sucedido.

Aquel joven con el brazo derecho pegado al cuerpo, que aprendió a movilizar con terapias dolorosas, no superó su deficiencia física pero no aceptó su minusvalía. Se fue a Estados Unidos y estudió en Harvard y en Chicago, se hizo periodista económico y laboró en la revista The Economist y cuando estaba previsto que alcanzaría una de las posiciones más altas del prestigioso semanario, se fue a Princeton y comenzó su carrera de contactos con los más eminentes científicos y pensadores de su tiempo. “¿Qué puede hacer uno ante una sala en la que cada persona presente es un gigante del pensamiento?”. Cuando llegó a Cambridge donde se estableció hasta su muerte, asistió a “la explosión del genio científico total”. Entre sus colegas profesores surgirían diez premios Nobel. Y aquel hombre incompleto, porque su mano derecha nunca le funcionó con normalidad, se hizo crítico, filósofo, semiólogo, teórico de la cultura, el lenguaje y la traducción, filósofo de la educación y especialista en literatura comparada, a más de aprender, junto al francés, alemán, inglés, italiano, griego, latín, y se lamentaba casi al final de sus días de no haber emprendido el aprendizaje de otras lenguas. “El mayor privilegio, la mayor libertad, es no tener nunca miedo de equivocarse”. Esa fue su estrategia para seguir adelante.

Steiner fue ateo militante. Su sabiduría no alcanzó para conocer a Dios. Sin embargo, siempre consideró que la condición judía es un gran misterio. Se maravillaba del talento de los griegos, de la forma como los romanos estructuraron el mundo, de cómo el Egipto antiguo contribuyó a modelar al hombre. Pero, todas esas civilizaciones desaparecieron. Y los judíos han permanecido con su cultura y su fe por más de cinco mil años. “¿Por qué sobrevivir y sobrevivir a la Shoah, al Holocausto?”. Creía que Israel era un “milagro indispensable”, del mismo modo que entendía, tal vez a regañadientes, que los judíos debieron haber aceptado el cristianismo, recibir a Jesús como el mesías, porque al fin y al cabo, expresaba, los profetas lo habían anunciado. “En realidad habríamos podido asimilarnos hace mucho tiempo”. Pero, Steiner entendía que el judío era un “peregrino de las invitaciones”. Por todas partes, era un invitado. Y si algún día debía de nuevo partir de los lugares donde había sido invitado a guarecerse o a pernoctar, estaba obligado a irse tranquilo porque esa es la gran misión judía. Pero, tal vez sea esta también la gran misión humana. Todos los hombres son invitados y están obligados a conocer y absorber la cultura y la lengua de las geografías donde son recibidos. “Si los hombres no aprenden a ser invitados los unos de los otros, acabaremos destruyéndonos, vamos hacia guerras religiosas, hacia terribles guerras raciales”. Esas son las tipologías guerreras que George Steiner asegura que identificarán al siglo XXI. Las mismas que André Malraux vaticinó que ocurrirían.

Steiner era, a más de ateo, antisionista y antinacionalista radical. Se sentía judío, admiraba la condición judía, su capacidad de resistencia, su indomable voluntad de supervivencia. Pero, nunca se instaló en Israel. Sólo fue a la nación de sus padres cinco veces para dar conferencias. Se sentía orgulloso de ser apátrida, porque negaba la nación de sus orígenes, aunque hubiese nacido en Francia. “Ha sido un motivo de orgullo toda mi vida, vivir en varias lenguas, vivir en el mayor número de culturas posible, y odiar el chauvinismo, el nacionalismo, que se manifiesta en Israel desde hace mucho y empeora en la actualidad”. Sabía, sin embargo, que algún día sus hijos y sus nietos emprenderán la marcha para refugiarse en “la belleza trascendente” de Jerusalén. Y en los años últimos de su enriquecedora existencia, llegó a dudar de sus contradicciones. “A veces me gustaría irme a vivir allí. A veces me pregunto si no debería haberme marchado a Israel”. La condición judía se apertrechaba en su intelecto y en su conciencia. Y era que “el misterio de la excelencia intelectual judía” lo conmovía. “No hace falta ser hipócrita: en las ciencias, el porcentaje de premios Nobel es abrumador. Hay ámbitos en los que casi existe un monopolio judío. La creación de la novela norteamericana moderna es obra de judíos: Roth, Heller, Bellow y tantos otros. Las ciencias, las matemáticas y hasta los medios de comunicación”. Resaltaba que el judaísmo es la única religión que tiene una oración especial por las familias cuyos hijos son sabios. “Eso me llena de una dicha inmensa y de un orgullo desmedido”. El mismo Steiner vio correr ese fenómeno misterioso en sus hijos y parientes, judíos de sangre: uno era decano de un college de Nueva York, una hija dirigía las ciencias de la antigüedad en Columbia, un yerno enseñaba literatura romana en Princeton. “Amar el conocimiento, el pensamiento y las artes es un destino”.

Sócrates sería duro de ver y Jesús no ser profeta ni Dios. Steiner creía, sin embargo, que la única fuente de la sensibilidad occidental y de nuestras referencias interiores son Atenas y Jerusalén. “Dicho con más exactitud, nuestra herencia intelectual y ética, nuestra lectura de identidad y de la muerte nos vienen directamente de Sócrates y de Jesús de Nazareth”. No hay más nada después de ellos.

Lleno de contradicciones y dudas, George Steiner siguió observando y viviendo, en gran medida, la fortaleza del pueblo suyo que negaba y exaltaba a la vez. “Ese pequeño pueblo tan denostado, tan temido y tan perseguido sigue ahí. Nadie sabe explicar por qué”. No es coincidencia que el siglo XX fue el siglo de Carlos Marx, de Sigmund Freud, de Albert Einstein. Y de George Steiner.

Este gran escritor judío, que ostentaba tres nacionalidades –la francesa, la británica y la estadounidense- pero nunca logró que lo aceptasen como israelita, murió en Cambridge a los 90 años de edad, el 3 de febrero de 2020.

(Publicado originalmente por Diario Libre)

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