Por José Luís Taveras
Con lo que escribo no procuro ostentar mi bienestar ni complacerme en la fatua presunción de ser más virtuoso, humilde o sabio que otros; tampoco es un cursi discursillo de autoayuda. Dejo andar esta nota testimonial en el caudal autoexpresivo que inunda el mundo.
Hablo y escribo en primera persona del singular. Excusen, pero vivo un trance en el que pocas cosas me impresionan. Creo que, si pudiera, le pondría precio a cada momento, como se etiqueta la mercadería en los estantes de venta. Justipreciaría cada onza de tiempo y mediría por centímetros la talla de mis acciones. Siento que he vivido más de lo que preciso y que solo me atan designios inescrutables que apenas Dios conoce. Me doy por pagado y… dejo propina.
¡Tranquilos! No es una nota suicida; es una razón decantada en mi historia. Tampoco tiene que ver con la edad, los contextos o las creencias. Son certezas nacidas de elecciones concluyentes. Es saber qué importa o no para ser; regresar a lo básico y, en el brío, no perder la mira; o, tal vez, reconocer qué tomar o dejar sin dudas ni reproches.
Claro, este estado de “templado frenesí” no es una “ataraxia” ni un dócil aterrizaje al éxtasis; entraña reunir toda la intrepidez del espíritu para desmontarle peso ocioso a la existencia, y eso me ha tomado años de descarga. Ha conllevado depurar gente, relaciones, ambientes, prejuicios y artificios, escamas que como costra se pegan a la piel del tiempo. Es dejar carga para ganar vuelo y en las alturas inhalar a todo pulmón la pureza de la vida, alejado de una rutina atestada de bullicio y baratija.
Cuando se cruza esa línea lo cotidiano se hace milagroso y lo extraordinario pierde asombro. Es como tocar un piano impecablemente afinado que sin inmutarse trasluce las limpias notas de su canto: sereno, imperturbable, pero soberbio. Así estoy, así me siento, así vivo, en el justo centro del equilibrio, sin más anchura que el presente y con el deseo siempre inconcluso de estar en paz con mi verdad; tratando de ser más en la vida de otros. La muerte dejó de espantarme y la vida de embelesarme. Estoy viviendo como he soñado y no acepto estorbos ni ruidos.
He redescubierto la pequeñez de mi nombre y el engaño de creer como propio lo mucho o poco que he acumulado. Una comprensión que se hace irrefutable en cada conflicto sucesorio o societario que he arbitrado como parte de mi oficio profesional como abogado. Cada necia disputa, ofensa gratuita o confesión de odios entre hermanos que convivieron el afecto de un hogar me acercan con miedo a la naturaleza humana. De ella he aprendido noblezas y vilezas, pero sobre todo la gratitud adeudada a mis padres por el legado de la pobreza. No haber recibido bienes me ha hecho amar su tibia evocación en todo su decoro. Lo que he alcanzado ha estado animado por la inspiración de su entrega y el eco de sus eternos consejos.
Y es que la muerte no ha sido lo francamente persuasiva para convencernos de que nuestros huesos, aún huecos y quebradizos, durarán más que nuestra memoria y que seremos carroña para la moscarda y hoyo del viejo olvido, ese anciano encorvado que sepulta en la nada nuestras grandezas postizas.
Abrirnos a esa perspectiva no implica vivir una abstracción metafísica o religiosa ni esquivar los apremios de la subsistencia. Es llegar a la comprensión básica de lo que somos en la propia y natural experiencia de vivir. También es rendirnos a la libertad de ser y, en su ejercicio, descubrir la “precisión” perdida: esa calibración de nuestras sensibilidades para apreciar el real tamaño de las cosas. Una razón que generalmente se asume solo cuando llega la tragedia, la quiebra o un diagnóstico catastrófico. No los he necesitado.
Desde ese ángulo todo regresa al valor de origen; entonces las imágenes recogen otros matices, las fuerzas reciben nuevos arrojos y se desempolvan vivencias desahuciadas. Pero lo más trascendente es sentir cómo cambia el orden de nuestras atenciones: el trabajo vuelve a ser medio; la riqueza, una opción para hacer; los reconocimientos, una necedad del orgullo; el éxito, una compensación para compartir; la gente, una oportunidad para ser y crecer. Al final, eso fijará el verdadero precio de nuestra vida y no las cifras que soportan el testamento o una declaración sucesoral.
¡Qué pena! Dejar pasar sin goce persuasiones tan simples de la vida. Esas que ella nos regala sin exigir mayor prestación que una mirada. Bondades que se pierden en las ocupaciones de la rutina o pasan inadvertidas por los afanes de nuestras apetencias. Cuántas imágenes desperdigadas sin una emoción digna que las atrape: un mimo susurrado, una ventana al sol, un “te quiero” inesperado, una mirada del alma, un ocaso taciturno, una gracia inspiradora, una caminata bajo la lluvia, un tiempo callado y errante, un ladrido lejano, un tejado mojado, unas arrugas bendecidas. Pero, en mi caso, todo se rinde, perdiendo valor, oportunidad y atención, cuando Sebastián, mi único hijo, me asalta con un “Te amo, Pá”. Siento que el universo pierde todo su soplo en un minuto cósmico.
Con lo que escribo no procuro ostentar mi bienestar ni complacerme en la fatua presunción de ser más virtuoso, humilde o sabio que otros; tampoco es un cursi discursillo de autoayuda. Dejo andar esta nota testimonial en el caudal autoexpresivo que inunda el mundo. No es una foto que muestra ambientes de dispendios, ni una crónica porno capitalista de Forbes o una estampa social del periodismo rosa, ni un video Tik Tok que atrapa cuerpos apetitosos al ritmo de un reguetón; es un retrato interior que cuelgo con un propósito pendiente de intenciones… o quizás de ninguna. Me da igual.
(Publicado originalmente por Diario Libre)